HENRY BERGH Protector de los indefensos


HENRY BERGH
Protector de los indefensos
Fundador del Movimiento Humanitario de Prevención de la crueldad con los animales de EE. UU.
I N T R O D U C C I Ó N
El siglo diecinueve marcó una etapa importante en la historia de la civilización humana, tanto en lo científico como en lo tecnológico y artístico. Comenzó en él la revolución industrial y con ello importantes cambios en el orden social y económico del mundo.
Entre todos estos promisores avances conviene destacar un rasgo que caracteriza este período como de trascendente significación y es que tuvo su origen un significativo movimiento de carácter humanitario.
Podríamos señalar el valioso aporte que significó el descubrimiento de los anestésicos para aliviar el dolor así como el nacimiento de instituciones y leyes de noble inspiración humanitaria en bien de los indefensos y sin distinción de especies, rangos o diferencias sociales.
Se destaca la obra de Florence Nightingale, iniciadora del moderno concepto y mística de la atención y asistencia a los enfermos. Nace también la Cruz Roja Internacional por la inspiración y constancia de Jean Henry Dunant.
En otro orden no menos importante, cobra impulso en ese siglo el sentimiento humanitario hacia los animales el cual va a dar origen a un gran movimiento internacional de considerables proporciones.
Y le corresponde a Inglaterra el honroso privilegio de ser pionera en la defensa de los seres irracionales, imponiendo normas e inspirando principios que prevalecieron sobre los reveces iniciales y la oposición que siempre encuentran las ideas y los sentimientos innovadores.
Destacamos algunos nombres y fechas de esta histórica cronología:
• 1811.- Jeremías Bentham, filósofo y jurista inglés presentó a la Cámara de los Lores un proyecto de Ley de Protección a los Animales. Dicho proyecto fue desechado con burlas.
• 1822.- Richard Martín, valiente y combativo diputado irlandés, logra la aprobación de una Ley que ampara a ciertos animales en Inglaterra. Al igual que su antecesor fue objeto de burlas pero logró este primer triunfo.
• 1824.- Se fundó en Londres la primera sociedad protectora de animales del mundo, la cual se conoce como Real Sociedad de Prevención de la Crueldad con los Animales.
• 1829.- Se promulga en los Estados Unidos de Norteamérica, la primera Ley de Protección a los Animales, pero permaneció inoperante y casi sin efecto hasta la intervención de Henry Bergh en 1.864.
• 1864.- Henry Bergh inicia en los Estados Unidos de Norteamérica un gran movimiento de protección y prevención de la crueldad con los animales. Logra que se aplique la Ley existente y contribuye en forma efectiva a la creación de 44 asociaciones de iniciativa privada para este fin en todo el territorio norteamericano y fuera de él.
La Historia del Fundador de la SPCA
(SOCIEDAD PARA LA PREVENCIÓN DE LA CRUELDAD CON LOS ANIMALES)
HENRY BERG
Una carreta enclenque se bamboleaba por la calle Broadway un ruidoso día de abril, en el año 1866. En ella estaban apilados unos sobre otros, terneras y carneros vivos, en una apretura que rompía costillas y patas. Las cabezas de la hilera superior de estos infelices colgaban sobre los lados de la carreta, golpeándose contra la barandilla, con los ojos lastimados y los hocicos babeando de dolor.
Repentinamente, un caballero alto, con sombrero de seda y un sobretodo negro de última moda, se abrió paso entre la multitud de la banqueta y se llegó, serpenteando entre el tráfico, hasta la carreta del carnicero y golpeó duramente, con un bastón con mango de plata, en el asiento del carretero.
“¡ Pare!” le ordenó. “Estoy aquí para informarle que ya hay una Ley para evitar esta clase de crueldad. Lo arresto en nombre de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales”.
El carretero se le quedó mirando, boquiabierto, atontado, luego blasfemó y comenzó a retobar. El caballero mostró la insignia bajo su solapa de terciopelo, luego, alargando sus potentes brazos, asió a los dos carretoneros y los depositó sobre la banqueta y, para la gran diversión de una muchedumbre creciente y alharaquienta, pegó cabeza con cabeza vigorosamente, al tiempo que les decía: ¿Les gustó este ejercicio? Quizás ahora sepan cómo se sienten las cabezas de esos pobres carneros y terneras. ¿Les gustó?...
No hubo necesidad de más argumentos. El 25 de abril de 1866 el carnicero de Broklyn fue condenado por los tribunales a pagar una multa. Esta fue la primera condena en América, por crueldad e inhumanidad a un ser racional. Hizo historia.

(“El 25 de abril de 1866, el carnicero de Brooklyn fue condenado por los tribunales a pagar una multa”) Primer arresto por la violación de la Ley de Protección Animal en 1866, en Nueva York, EE.UU.
Este caballero atlético, lleno de dignidad, con ojos azul-verde semi-cerrados, bigote de morsa, con su lacio cabello castaño pegado a su ancha frente, que se convirtió en paladín de compasión, fue Henry Bergh. El fue el zar, el poder absoluto, de una organización recién constituida, de intelectuales, excéntricos de moda y millonarios, conocidos por el ridículo e inaudito nombre de “Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales”.
El 19 de abril, sólo seis días antes, está sociedad había logrado del poder legislativo en Albany un decreto extravagante que decía “Cualquier persona que por sus actos o por su negligencia mate, hiera, lastime, torture o apalee cualquier caballo, mula, vaca, ganado, cordero u otro animal, sea de su propiedad o de terceros, será sometido a proceso y declarado culpable de delito.”
“Delito” era una palabra poco adecuada para calificar la inhumanidad espantosa de aquellos tiempos. “Mandarán a prisión por seis meses a un pobre diablo que haya robado un jamón o un par de zapatos en pleno invierno, pero dejarán libre a un bruto que, en un acceso de rabia sin razón, ha casi matado a su fiel caballo que le ha servido durante años...” declaró Bergh con amargura.
Ahora Nueva York, ciudad ciega, con sus millones de sufridos “bienes muebles”, estaba sintiendo las repercusiones iniciales de esta rara legislación, el primer estatuto en el Hemisferio Occidental cuyo cumplimiento podía exigirse, que reconocía que los animales domésticos del hombre tenían derechos propios.
HENRY BERGH era un zelote aristócrata, convencido del divino llamado a su tarea. No pudo haber habido individuo más excelentemente dotado por nacimiento, fortuna, educación y sensibilidad, para llevar adelante esta cruzada dolorosa e ingrata. Nació el 29 de agosto de 1813 en el hogar de un próspero astillero en Corlears Point, sobre el río East, y fue educado en la Universidad de Columbia; viajó extensamente en Europa con su esposa, la hija de un inglés acaudalado. Bergh había sido nombrado por el Presidente Lincoln como Secretario de la Legación y Cónsul en Funciones, en San Petersburgo, Rusia, en 1862.
En sus propias palabras:: “Afortunada o desafortunadamente, nací con una aversión a la crueldad hacia los animales, que crecía a la par que yo, y cuando estuve en Rusia en el Servicio Diplomático, vi tanta crueldad repugnante hacia los animales irracionales, que regresé a los Estados Unidos decidido a hacer algo para convencer al hombre de que mostrara hacia los pobres animales siquiera tres cuartas partes de la piedad y justicia que pide para él mismo.” Esto fue en 1864.
En Rusia Henry Bergh hizo un brillante descubrimiento: Que con sólo parar su elegante carruaje y fijar la ceñuda vista sobre cualquier paisano ruso que estuviese apaleando un burro, podía intimidarlo tanto que cesaba de pegarle al animal. Y también, que el galón dorado y los botones de su cochero tenían un efecto similar. Exclamó: “Por fin he encontrado una manera de usar mis galones, y es el mejor uso que pueda darles.”

El presidente Lincoln lo nombra Secretario de Legación y Cónsul en Funciones, en San Petersburgo, Rusia en 1862. “...y cuando estuve en Rusia en el Servicio Diplomático, vi tanta crueldad repugnante hacia los seres irracionales, que regrese a los EE.UU. decidido a hacer algo...”
De regreso a su patria paró en Inglaterra para estudiar los métodos de protección animal de la sociedad inglesa, que llegaba a sus gloriosos cuarenta años de servicios. Al llegar a Nueva York, la noche tormentosa y helada del 8 de febrero, el diplomático retornante pudo congregar para su primera conferencia en Clinton May, una audiencia tan brillante como pudiera hallarse en cualquier parte del Nuevo Mundo.
Este distinguido diplomático, tan derecho, vestido a la última moda y con el cuerpo de un leñador, se mantuvo hora y media sobre la tribuna, abogando con la voz henchida de emoción, por la causa de las pacientes bestias maltratadas, en defensa de las cuales no se había levantado hasta entonces, ninguna voz... Evocó a las damas Romanas riendo de la agonía de los santos y obispos cristianos, y mencionó que a través de la historia, la brutalidad con los animales había dado de la mano con la brutalidad hacia los semejantes. Las corridas de toros en España, dijo, habían brutalizado y embrutecido a España a tal grado que había perdido poder, prestigio y hasta sus dominios.
Cuando contó como un pobre caballo de carreta había sido golpeado con un rayo de rueda, los ojos de las elegantes damas en la audiencia se humedecieron de llanto. Denunció el, “epicurismo burdo” que sujeta a los seres irracionales a tormentos lentos con el objeto de mejorar su sabor o la apariencia de las viandas que se van a a presentar a los “Lores de la creación”.
Al final de este emotivo discurso, la audiencia unánimemente se puso de pie para responder a su súplica de que se organizara una sociedad para proteger a los animales de sufrimientos innecesarios. El Alcalde John T. Hoffman, Henry W. Bellows, Peter Cooper, James J. Roosevelt, J. Van Buren, y alrededor de 40 nombres ilustres más firmaron la escritura de patronos de esta nueva asociación.
Dijo Henry Bergh con emoción: "La mano teñida de sangre de la crueldad ya no atormentará impunemente a los seres irracionales.”
Una vez organizada la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales, su fundador viajó a Albany, N. Y., en donde, con el apoyo de sus cohortes, no sólo obtuvo que la escritura constitutiva fuera reconocida en todo el Estado, sino también la Ley que lo autorizara a comenzar su campaña. A continuación rentó dos buhardillas en Broadway y la Calle Cuarta en la Ciudad de Nueva York, y comenzó la lucha.
A partir de ese momento y durante 23 largos años, llenos de excitación, Henry Bergh lo era todo y estaba en todas partes. “La noche que llegué a casa me puse a trabajar”, escribió en el diario NEW YORK TRIBUNE del 16 de marzo de 1878. “Encontré un carretero apaleando un caballo flaco en la Calle Veintitrés. Amigo eso ya no lo puede hacer”. Le dijo, acercándose. (El Sr. Bergh siempre empezaba toda confrontación de modo cortés.) El hombre dijo, con asombro: “¡Que no le puedo pegar a mi propio caballo! ¡Vaya que si no! “ y comenzó de nuevo a pegarle. “Nuevamente le ordené que dejara de pegarle agregando: Probablemente usted no sabe que está infringiendo la Ley...Tengo los nuevos estatutos en mi bolsa, y ese caballo sólo le pertenece para que lo trate con bondad. Puedo mandarlo a arrestar”. El individuo lo miró boquiabierto y exclamó: “Váyase al diablo...usted está loco!” Pero aún cuando se fue echando miradas de odio tras de sí, el caballo se salvó.
Es difícil dar crédito a la crueldad e insensibilidad en que se enceguecía esa nación cuando entró en escena ese caballero de bondad. Cierto, había alguna legislación sobre protección a los animales desde 1829, pero era letra muerta y jamás se había aplicado. Acababa de cesar la Guerra Civil y la matanza de seres humanos y la aflicción habían endurecido a la gente. “Aún la gente más bondadosa desconoce los padecimientos de los animales, a diario, debido a la crasa ignorancia, indiferencia y a la crueldad sin justificación”, se quejaba Bergh.
En el Sur de los Estados Unidos estaba de moda montar caballos y dirigirlos unos hacia el otro hasta que se rompían las cabezas, y la quemazón de venados, haciéndolos correr entre dos fuegos encendidos en los bosques, y matándolos a palos, por “deporte”, no era poco común. Asimismo, se usaban frenos crueles en los equipajes más elegantes y las riendas eran a veces tan tirantes, “por elegancia”, que los caballos estaban en constante agonía. Los animales eran explotados y torturados por un décimo en las ferias. Abundaban las peleas e perros de lo más brutal, así como las peleas de gallo tanto para ricos como para pobres. Los animales eran apaleados hasta morir en las calles, sin que nadie protestara. Se perpetraban otras atrocidades por gentes de todos los niveles sociales, y se consideraban cosa común. ¡Tal era la carga de la reforma que Bergh se echó en hombros!
Pero bien pronto comprendió que necesitaba mucha publicidad, para despertar al público. Fue entonces que pensó en un gesto dramático. Fue a los mercados de pescado de Fulton, y recogió 39 tortugas que habían llegado de Florida, y que morían volteadas sobre sus caparazones (tormento para una tortuga) con sus aletas perforadas, sangrando y amarradas. Sus ojos vidriosos tenían una expresión de agonía. Las pobres no habían comido en tres semanas...
“Arreste al Capitán y a los oficiales del barco y los lleve al Tribunal, seguidos por una turba divertida que pensaba que era lo más ridículo que habían visto. Llenaban el salón. Profería el cargo de crueldad a los animales, y el abogado defensor opuso la extraordinaria excepción de que las tortugas ¡ NO ERAN ANIMALES ! Entonces pregunte si pertenecían al reino vegetal o mineral, lo que suscito burlas en su contra. No gane el juicio, pero había logrado mi objetivo: tenía fama, y la gente comenzó a ridiculizarme y a insultarme...”
“Un error de Bergh”, decía burlonamente la prensa. En sus idas a los mercados de pescado, sus sermones y corteses reprimendas eran recibidas en absoluto silencio, pero a veces. Al retirarse, casi tocaban su sombrero de seda las cabezas de pescado que le arrojaban (pero cuidando que estuviera de espaldas, y que no lo tocaran). Pero Bergh era un hombre sin miedo, muscular y vigoroso, “firme como el granito” declaró en el periódico TRIBUNE; imponía respeto sino por sus ideales, por su destreza física.
Nunca reformó a los vendedores de pescado; siguieron volteando a las tortugas sobre sus caparazones. “Fue una derrota ignominiosa” se burlaba la prensa poco amistosa. “No es mi derrota” respondía Bergh con calma; “la derrota es mas bien para la causa de la humanidad”.
Pero la publicidad tuvo dos filos: Cuando Bergh comenzó a salir en los periódicos y revistas, con la cara alargada como la de su amigo el caballo, o portando orejas de burro con la leyenda (THE SUNDAY MERCURY): “ Un burro al que se le deben cortar las orejas”, comenzaron a desertar discretamente muchos de los que le respaldaban. Los editoriales hostiles destilaban sarcasmo y se le imputaban con malicia cosas que jamás dijo. Se publicaron entrevistas llenas de falsedades. Abundaban las exageraciones y mentiras, las burlas y el ridículo.
Bergh había estado sosteniendo a la Sociedad de su propio peculio; alrededor de siete mil dólares al año, y con la ocasional ayuda de algunos amigos ricos que aún lo respaldaban, pero ahora vio que no podía seguir indefinidamente agotando su patrimonio. Su única ayuda en un trabajo agobiante que lo mantenía caminando las calles desde la mañana hasta media noche, siete días a la semana, era un amable negro, un empleado adolescente de un hotel y un reo recién liberado de Sing-Sing. Sabía que para tener éxito necesitaba empleados uniformados, un personal entrenado y pagado.
Ya tenía la publicidad que había deseado, pero ahora se hundía bajo la carga y el ridículo. En un momento de gran desaliento exclamó: “Confieso que no estoy muy seguro de si sea más deseable para el hombre o las bestias la vida o la rápida disolución, en este mundo tan violento y desagradable”.
Mucho tiempo después recordaba ese momento aquel en que la mano de Dios lo había arrancado de las profundidades cuando gritó como David: ”Mi pie resbala.” Esa noche le llegó un mensajero rogándole que se apresurara al lecho de un moribundo en el Hospital de San Vicente. Era un comerciante en pieles, francés, Louis Bonard que, habiendo tenido tiempo para reflexionar sobre los sufrimiento que había causado a los animales que le habían dado su fortuna, deseaba hacer una compensación.

Un comerciante en pieles deja su fortuna a la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales, SPCA.
“Le dejó a su Sociedad una pequeña cantidad”, dijo al presidente de la SPCA. “Su causa tiene un sitio en mi corazón... espero que pueda hacer uso de ella.” La pequeña cantidad era de ciento cincuenta mil dólares (de los cuales algunos familiares robaron posteriormente treinta y cinco mil). Pero con la cantidad restante, la Sociedad pudo comprar sus oficinas matrices en la Cuarta Avenida y Calle Veintidós de Nueva York.
Una noche helada y tempestuosa del mes de febrero de 1871, una imponente figura apareció repentinamente en medio de la nieve que caía, frente a un tranvía sobrecargado, tirado por dos jacas cansadas y jadeantes. “¡Pare! ¡Descargue!” se oyó en medio de la tempestad. “¿Quién diablos es usted?” Gritó el cochero, mirando con los ojos semicerrados por la ventisca. Bergh se acercó, mostró la insignia bajo la solapa y repitió “Dije que descargara”.
Nadie se movió en el tranvía, cargado hasta las puertas y plataformas, dando la apariencia de un barril panzón contra la noche blanca. El cochero comenzó a blasfemar y se empinó para sacudir un puño cerrado en las narices del hombre a quien conocía lo suficientemente para saber que era el verdugo de las líneas de tranvías de caballo. Pero lo había menospreciado. Sin más palabras, Bergh tomó al hombre por la nuca y el cinturón y, levantándolo en vilo como a un cachorro, arrojó suavemente sobre un banco de nieve de seis pies de alto. Gritos de hilaridad salieron del tranvía mientras Bergh calmadamente desenjaezaba los caballos y los amarraba a un poste de luz. La gente, blasfemando algunos, se bajaban moviendo la cabeza, algunos encorajinados, otros divertidos, y la emprendían a pie a sus casas entre el lodo helado.
El resto de la noche lo pasó Bergh caminando por las Avenidas Tercera y Cuarta, quitando equipos cansados de dos caballos y amarrándolos a los postes mientras detenía los tranvías en las calles. No fue sino hasta que los tranvías comenzaron a traer cuatro caballos, que se fue cansado a su casa, helado y cansado, pero con el corazón rebozante de alegría por el triunfo.
Al día siguiente se le aclamaba en todos los periódicos de la ciudad. “Un triunfo para Bergh”, decía el amistoso “TRIBUNE”, mientras que el “CORREO DE LA TARDE” lo aclamaba como “El genio de la tormenta”. El “STAR” que siempre lo había ridiculizado, decía “ Bergh en una trifulca; 5.000 gentes se quedaban sin cena para darle gusto”.
Los tranvías sobrecargados estaban a la orden del día. Los carros que devolvían a los oficinistas a sus casas en la noche; llevaban en ocasiones hasta 85 personas, como sardinas en lata; colgaba gente de las ventanas, del techo... y toda esta humanidad jalada por la decadente fuerza de dos pobres vacas, que a veces caían en sus pasos y morían en la calle debido al enorme esfuerzo. Bergh prosiguió en su defensa de los animales de tiro, desnutridos y maltratados, hasta que las compañías de tranvías lograron órdenes para detenerlo. Entonces el, “Gran metiche “, indomable e impertérrito, sometió un caso de prueba a los Tribunales, y lo ganó. Tanto el cochero como el conductor fueron multados, pero lo mejor fue que la Corte de Apelaciones sostuvo la condena.

...y toda esta humanidad jalada por la decadente fuerza de dos pobres jacas, que a veces caían y morían en la calle debido al enorme esfuerzo.
Ese fue el fin de los más flagrantes males. Aún cuando hubo repetición de las violaciones, esto sucedía cada vez con menos frecuencia hasta que, habiendo caído en deshuso los tranvías de caballo en 1880, Bergh pudo desviar su atención a otras causas.
Cuando Berg, con su insignia y en su calidad de Ministerio Publico en funciones, se adelantaba para defender a los animales de Manhattan, estaban en auge los lecheros adulteradores, cuyo sucio establecimiento se extendía a lo largo del río East, hasta Brooklyn, entre las calles 92 y 125, sobre la “Cienaga Salada”. Estos lecheros tenían ganado que alimentaban con desechos de destilerías y de rastros, y su leche alimentaba diariamente a los bebes de la gran ciudad. Estos malolientes horrores hacia tiempo que eran atacados por los reformadores, pero nada se había hecho.
Llega ahora el “pomposo” con su chistera, polainas y bastón, sobretodo blanco de primavera sobre su frac del mas fino paño, para atravesar los inmundos cobertizos e inspeccionar la proveniencia de esa leche con la cual morían mas de 300 bebes al año, atacados de altísimas temperaturas.

Encontró las vacas amontonadas en el estiércol, que les llegaba a los tobillos, enfermas, ulcerosas, algunas tan débiles que les pasaban cabestrillos bajo la panza para tenerlas paradas y poderlas ordeñar. Les servían los desechos de la destilería tan calientes que Bergh no pudo meter el dedo en ellos. Encontró vacas hinchadas, chamacos mugrosos que las ordeñaban, y el hedor de un depósito de cadáveres. ¡ Qué salvajismo!” exclamo exaltado, exteriorizando una ira que generalmente controlaba.
“¡ A ustedes deberían de colgarlos!” Pero por mas esfuerzo que hacia, no podía convencer a las autoridades del Consejo de Salud en Nueva York a que lo acompañaran a ver tal espectáculo. Cuando se apresto a ayudarlo el Coronel John Hildreth, le incendiaron su granja, su carruaje y se caballo; los asaltaron rufianes armados, le rompieron sus ventanas y tiraron sus bardas. Pero aun así, no le retiro su apoyo al apelar a las autoridades de la ciudad para que tomaran cartas en el asunto. No fue sino hasta 1870 que obtubo Bergh una condena. Un tipo inmundo llamado Ehlers fue sentenciado a dos multas, después de una visita de un inspector del Consejo de Salud.
Con ese precedente, comenzaron a irse mas lejos de Maniatan los lecheros adulteradores, o aun a dejar el negocio.
Fue también en 1870 que vino en ayuda de Henry Bergh el joven Elbridge T. Gerry. Abogado prospero, resulto un amigo fiel, un trabajador infatigable, desinteresado, y un firme apoyo. Bergh que no era abogado, había estado defendiendo su causa en los tribunales hasta ese tiempo, y que era capaz, lo atestiguan 66 condenas de 119 juicios en los primeros doce meses de su cruzada, cuando la Sociedad recibió mas de siete mil dólares provenientes de multas. Pero había tal corrupción en los tribunales, que muchas veces se desechaban las demandas o se les negaba valor a las pruebas, sin razón. El joven Gerry fue en verdad un regalo del cielo.
A Henrry Bergh no le agradaban demasiado los gatos que aullaban a media noche en la barda de su patio en la Quinta Avenida, como tampoco gustaba mucho de tener perros consentidos; sin embargo, mucho de su apasionado trabajo fue en defensa de ellos. Después de la Guerra Civil, se acostumbraban las “luchas deportivas” entre cualquier tipo de seres irracionales que podían ser aguijoneados, empujados, hostigados, azuzados o a los que se podía golpear para que lucharan. Había grandes arenas en los sótanos de las cantinas, en donde se azuzaban a feroces bulldogs y otros perros para que pelearan hasta morir; había concursos de matar ratas para los terriers (perros ratoneros), en que los espectadores apostaban cual perro mataría a mas ratas de las atrapadas que corrían en un pozo de cemento. Había peleas de gallos sin numero, de osos, tiro al pichón para diversión de la “gente bien”, Bergh los ataco a todos.

Frecuentemente invitaban a ministros de la Iglesia para dirigir sesiones de oraciones...
Ataco asimismo el uso de perros en molinos de rudas. Un día oyó quejidos al ir por la calle y entro en un sótano, encontrando a un enorme San Bernardo amarrado a un molino para cidra. Sangraba del pescuezo y estaba tan apretadamente amarrado que no podía parar para no ahorcarse.
En este caso obtuvo que se impusiera una fuerte multa al desdichado que lo había amarrado.
Por fin pudo obtener que se enviara a prisión al promotor mas conocido de las peleas de perros, un tal Kit Burns, frecuentador de malas casas, amante de cantinas, palancas políticas, y que frecuentemente invitaba a ministros para dirigir sesiones de oraciones en su pozo de perros, con el fin de dar a su oficio un “aire de respetabilidad”. “Esta usted cavando su propia fosa”, le advirtió Burns en el juicio que lo mando a prisión por tres meses. Pero Bergh estaba acostumbrado a las amenazas.
La condena de Kit Burns rompió el espinazo de las peleas de de perros para siempre en Maniatan, y en 1874 Bergh obtuvo que se expidiera legislación autorizando a sus agentes a confiscar enseres.
Henry Bergh ideó la primera ambulancia para caballos en 1869 y se aventó de lleno a atacar el tiro al pichón, que era la diversión de los “playboys” y sus seguidores, con lo que se le retiraron amigos de muchos años como Commodore Vanderbilt, los Roosevelt y muchos millonaríos. “Tomar una obra inmortal de Dios, y hacerla pedazos para gusto de una muchedumbre es un doble crimen, por razón de la reacción desastrosa sobre el carácter humano”. Pero solo Bergh veía la degradación para los humanos que esa crueldad constituía. “Tonterías” decía la prensa. “Un hombre de las mejores intenciones pero muy impractico”. “Sentimentalidad enfermiza”...
Por consejo de Gerry, Bergh no se atrevió a llevar este asunto a los tribunales. Intrépido como era, tuvo la astucia de saber que el enjambre de “tipos ricos”, con su influencia, su dinero y poder, podían no solamente arruinarlo, sino hacer que desapareciera su Sociedad, consiguiendo la eliminación de los estatutos de protección a los animales. En 1874 se presento un proyecto de decreto precisamente con ese objeto, pero fue derrotado en la Legislatura.
Debió haberle causado desesperación saber que solo podía contar con las protestas y denuncias del público. Pero sus constantes peticiones, denuncias y cartas a la prensa surtieron de todos modos efecto. La Sociedad del Estado de Nueva York para la Protección de la Fauna y los peces (nada menos), organizo una partida de tiro al pichón de ocho días, con 87 premios para los mejores tiradores. Esto trajo deportistas de todo el Estado y los Estados circunvecinos. Se soltaron 16.000 blancos vivos en las grandes praderas, llenas de tiradores “popof”. Los pájaros heridos aleteaban sobre los campos, sangrando, colgando de las líneas del telégrafo, cayendo a los pies de la gente. Los campos estaban cubiertos de plumas como nieve. Las “damas” golpeaban los pájaros con sus sombrillas; los gañanes que andaban por allí los mataban a patadas; los niños los perseguían... la escena fue una carnicería.
Al día siguiente, toda la ciudad se rebelo. El periódico BROOKLYN UNION lo llamó “un carnaval de crueldad sin ningún objeto”, “Brutal Exhibición”, “La Matanza es el Deporte de los “Caballeros””...”En fin de cuentas, el veredicto popular era que tiene razón el Sr. Bergh y no los tiradores al pichón” (TIRBUNE)
Aun cuando los adictos al tiro al pichón consiguieron una Ley que legalizaba ese cruel deporte, y que no pudo abolir ni Theodore Roosevelt, que estuvo en vigor hasta 1901, Bergh había ganado una victoria moral tan grande, que dio origen al uso de blancos de yeso en vez de vivos, en menos de un año.
Este campeador indomable se atrevió aun a atacar a los poderosos ferrocarriles, por sus métodos de transportar ganado. Una carta al NEW YORK DAILY TRIBUNE, de 16 de mayo de 18882, que parece fue un encomio de un editorial de ese diario sobre ese asunto, y que a Bergh le pareció demasiado suave, deploraba los “espantosos tormentos infligidos a los animales irracionales durante el transporte por ferrocarril...insensato y cruel”.
Continuo diciendo “La descripción que hacen ustedes de los tormentos es aterradora, aun cuando se queda corta comparada con la realidad”. Por muchos años, dijo, la Sociedad había estado peleando con los ferrocarriles, pidiendo que proveyeran espacio para los animales que hacían largos viajes, con el fin de que pudieran descansar, así como para que se les alimentara y se les diera agua mientras estuvieran en transito. Se había presentado un proyecto de Ley al Congreso, pero cada vez “el mismo poderoso monarca (ferrocarriles) la nulificaba mientras estaba en estudio por los diversos comités.
Bergh había revisado muchos furgones de estas pobres bestias, enviadas de las praderas del Oeste para la matanza con el fin de alimentar a la metrópoli. “Al llegar, inmediatamente se les carga en los camiones que van al rastro, casi enloquecidas por el tratamiento que recibieron, hirviendo en calentura, cojas, cubiertas de ulceras...y se les mata y adereza para el mercado. He visto cadáveres cubiertos de llagas de un pie de diámetro. La recitación de estos hechos repugnantes da nauseas, pero el silencio solo aumenta el mal. Hay tres remedios que pueden aplicarse, si desea la gente salir de sus sueños: 1-Rebelarse contra los ferrocarriles, para forzarlos a una reforma; 2.- Obligar a las empresas de ganado a matar a los animales cerca de los pastizales y 3.- No comer esa carne.”
Lo mejor que pudo conseguir Bergh fue una Ley limitando a 28 horas el tiempo que se podía tener ganado en los furgones sin comida ni agua, y esto se redujo posteriormente a 24 horas por la presión de Gerry.
Bergh practicaba lo que pregonaba.
Compraba caballos exhaustos y los llevaba a sus pastizales, en su casa de campo sobre el Lago Mahopac, para que descansaran; este pastizal, lleno de viejas jacas, escandalizaba a los visitantes, que pensaban encontrar allí los más finos caballos.
También ataco el desplume de pollos vivos. Debe haber sido algo curioso ver a este caballero, asido de su bastón con mango de cabeza de caballo de plata, asomándose por los agujeros en las bardas del mercado en el Lado Este, para obtener pruebas para sus actos de presencia en los tribunales los lunes por la mañana. Atisbaba sobre las bardas de los comerciantes de alimento para ganado, y descubrió algo horrendo: estos ladrones diluían el alimento para caballos con polvo de mármol, para acrecentar sus ganancias. Al morir un caballo pura sangre en el establo de un propietario confiado, Bergh mando a hacer una autopsia habiéndose encontrado en el estomago del caballo una bola de cemento de un kilo de peso.
Bergh era la pesadilla de todos los que torturaban animales. Cierta vez tropezó con un alijador que acuchillaba unos carneros que cargaba en un barco. Al acercarse la imponente figura de Bergh, bastón en mano, el culpable soltó el cuchillo y corrió. Bergh corrió tras el arrinconándolo en el muelle y entonces el fugitivo se hecho en las heladas aguas del río Hudson para escapar.
¡Que falta hace hoy en día un Bergh!
Una vez mando encarcelar por tres meses a un sádico que había estrellado un gato contra el pavimento hasta que murió. Otra vez, al pasar por una obra pudo darse cuenta de que habían emparedado un gato y obligo a los albañiles a quitar las losetas de mármol para liberarlo, bajo la mirada de una muchedumbre que se congrego en el sitio. Cuando por fin salio un gatito débil y desmelenado, Bergh lo tomo bajo el brazo y lo llevo a uno de los albergues de su Sociedad. La gente sonrió, soltó un suspiro de alivio, y cuando ya iba lejos Bergh oyó un “Bravo”.
La prensa comento: “Parece increíble que un solo caballero haya podido efectuar semejante revolución en tan corto tiempo.”
Pocos días después, la gente lo saludaba en las calles y estrechaba su mano.
“Los animales no sufren”, grito un hombre rudo al que Bergh impidió apalear su caballo.
“Entonces ¿para que le pega? Le replico Bergh.
En otra ocasión dijo: “Siempre que vea a un hombre pegándole a un animal, encontrara que el animal tiene la razón, no el hombre”.
Los caballos que tiraban de los lanchones que atravesaban el Canal Erie, trabajando 48 horas seguidas, con llagas en los hombros, y que si caían, se les dejaba ahogar, lo llenaban de ira. Muchos de los dueños de los lanchones compraban caballos viejos que habían tirado de tranvías, y los trabajaban hasta morir, o los usaban duramente por un verano y luego los abandonaban para que murieran de hambre. Sus cadáveres se encontraban en todas partes.

... Los lanchones compraban caballos viejos que habían tirado de tranvías...
El Ingeniero Estatal dijo en 1876: “Las condiciones en que se tiene a los caballos son económicamente pésimas, no hablemos ya de que constituyen una vergüenza para la civilización”. Ese mismo año Bergh encontró un caballo de tiro con el arnés incrustado en la carne; al ser arrestado, el dueño dijo que nunca había visto un caballo morir de llagas.
En 1874 no había Leyes que proveyeran el rescate de un niño de las manos de padres o tutores crueles. Henry Bergh actuó. Trajo a una criatura apaleada y débil a un tribunal, envuelto en una cobija, apoyándose en un auto de arresto por crueldad a “un perro”, y al desenvolverlo, con los ojos mutilados y su cuerpecito amoratado, la gente lloro y el Juez bajo los ojos. El niño fue entregado a un hospicio y posteríormente adoptado. Los ignominiosos padres adoptivos fueron encarcelados y Bergh dijo: “Esto no debe volver a suceder jamás”.
Fue así que se formo la SPCC (Sociedad para la prevención de la Crueldad con los niños), de la que se hizo cargo después Gerry, y alboreo la esperanza sobre la sombría civilización americana, no solo para los amigos del hombre, los animales, sino para los 10.000 pequeños rufianes sin hogar que deambulaban por las sucias calles de Nueva York durmiendo en cajas de embalar y en quicios de puertas, rescatando lo que podían encontrar para comer, de los basureros. De hecho, brillo la esperanza para cada niño en los Estados Unidos y allende los mares, ya que desde que se fundo la SPCC se han constituido muchas organizaciones similares en el mundo.
Pero la historia del SPCC no es la historia de Bergh, sino la de Elbridge T. Gerry...
Bergh tuvo muchos motivos de satisfacción y orgullo. A el se debió que se proscribieran las corridas de toros en los Estados Unidos. Podía contar con la cuarta parte de la fuerza policíaca de Nueva York, para hacer cumplir la Ley contra la crueldad a los animales. Su constante obsesión eran los efectos malignos de la brutalidad con los seres irracionales sobre la naturaleza humana. Ni el Estado tiene derecho de ser cruel... es preferible cien veces que sufran sus intereses materiales y no que prevalezca la tortura de seres irracionales.
Los veintitrés años de constante lucha, de exponerse a toda clase de climas, y los continuos esfuerzos, cobraron su precio del hombre antaño poderoso; toda su vida había sufrido de dispepsia e indigestión, malestares que se acentuaron naturalmente, en un oficio tan desagradable que le ponía de punta los nervios. Durante el huracán del 11 de marzo de 1888 que desbastó Manhatan, los caballos sobre trabajados hacían grandes esfuerzos por mantenerse en pie en las calles, pero ya no hubo ninguna figura imponente que apareciera entre la tempestad para aligerar su carga. El amigo de los sin amigo moría de bronquitis, causada por haberse expuesto al terrible frió de marzo, parado tras las contraventanas de su mansión en la Quinta Avenida. El alma de Henry Bergh escapo con la tormenta, su verdadero elemento.
“No quiero ni pensar en lo que le sucederá a la Sociedad cuando yo falte”, dijo una vez con tristeza. “Supongo que ningún hombre podría, sin una cuantiosa entrada, dedicarse a este trabajo como lo he hecho yo, en vista del tiempo y dinero que requiere.”
Pero por ahí, como sucede siempre, hubo quienes tomaran la antorcha. Durante su vida, Henry Bergh vio 12.000 casos de crueldad a los animales llevados a los tribunales, y fue testigo de la fundación de 44 Sociedades para Prevenir la Crueldad con los animales, en las dos mitades del Hemisferío Américano, 33 de ellas en los Estados Unidos. Solo en la Ciudad de Nueva York había 15 afiliadas con 230 agentes en ese Estado.
Aun cuando tenemos hoy en día una herencia de miles de asílos y sociedades en los Estados Unidos, es tan grande la necesidad, que parece que jamás se cubrirá. El abandono de animales ha llegado a su Zenit: toda ciudad y todo pueblo tiene su ejército de perros y gatos hambrientos y andrajosos que no hubieran nacido en una ciudad verdaderamente humanitaria. Valientemente, nuestras sociedades verdaderamente humanitarias como Amigos de los Animales, Fondo para los Animales, Sociedad Humanitaria de los Estados Unidos, Defensores de la Vida Silvestre y muchas mas, trabajan para lograr la esterilización de las hembras, pero los nacimientos, como sucede con la humanidad, son en tal numero, que parece que el hombre y sus animales están resueltos a consumir toda la Tierra.
Ya no hay tiro al pichón. Ha desaparecido el brutal apaleo de caballos en las calles. Ya no se ponen redes en árboles y campos para capturar los pájaros que emigran. Todas estas practicas abominables dejaron de estar de moda gracias a Henry Bergh (así como al hecho de que ya no tenemos grandes bandadas de aves migratorias que liquidar, ¡ puesto que las hemos exterminado! )
Aun nos acercamos a pasos agigantados, ciertamente, a la exterminación de nuestra fauna. A menos que haya cambios drásticos en nuestras actitudes, así como las del gobierno, no quedara una especie de mamífero en América, de acuerdo con el SMITHSONIAN INSTITUTE. Aun envenenamos vilmente a los coyotes y lobos; toleramos unos cuantos espinazos rotos en los inmundos jaripeos, y los rancheros de los Estados Unidos siguen aun tirándole ala casi extinta águila americana, símbolo y emblema de los Estados Unidos. En 1974 hubo peleas subrepticias de perros en algunos Estados del Sur, hecho que dejara una mancha de sangre en el escudo americano, que no entenderán muchas de las naciones subdesarrolladas.
Sin embargo, en vez de aprobar tontamente y en silencio estas abominaciones, como sucedía en tiempos de Bergh, nuestra cultura las rechaza. Cientos de Leyes tratan de proteger otros cientos de especies de animales, tanto domésticos como silvestres. Su cumplimiento, a menudo descuidado o abandonado, puede mejorar.
Nos falta aun mucho camino por recorrer. Pero hemos avanzado mucho, gracias a hombres como HENRY BERGH, ¡Que San Francisco de Asís lo bendiga!

VÍCTOR MILEO
Caracas, Diciembre de 1986
Nota: La historia de HENRY BERGH contenida en este folleto es una reproducción tomada de “LA VOZ de los ANIMALES”, Nº 34, Septiembre y Octubre de 1983, órgano de la ASOCIACIÓN DE LUCHA PARA EVITAR LA CRUELDAD CON LOS ANIMALES, A.C. de México, D.F.